Sin título

Podría, como confesión de borracho en la barra de un bar mugriento, jurar que su orden me complementaba en un caso, que esas piernas y esa sonrisa eran un superpoder, que todo lo que aprendí me hacía adorarla, que tenía que haberme comportado mejor porque tenía razón al decir que juntos éramos invencibles, que jurar siempre que era la última vez y reencontrarnos era maravilloso o que no fue. Puedo asegurar, sin equivocarme ninguna vez, que la necesito esta noche, mañana por la mañana y si todo sale bien el resto de mis días.

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Lo que la pequeña Momo sabía hacer como nadie era escuchar. Eso no es nada especial, dirá, quizás, algún lector; cualquiera sabe escuchar. Pues eso es un error. Muy pocas personas saben escuchar de verdad. Y la manera en que sabía escuchar Momo era única. Momo sabía escuchar de tal manera que a la gente tonta se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes. No porque dijera o preguntara algo que llevara a los demás a pensar esas ideas, no; simplemente estaba allí y escuchaba con toda su atención y toda su simpatía. Mientras tanto miraba al otro con sus grandes ojos negros, y el otro, en cuestión de segundos, notaba de inmediato cómo se le ocurrían pensamientos que nunca hubiera creído que estaban en él.