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El problema es que el amor, si se considerase una droga, sería la más adictiva de todas, especialmente el enamoramiento inicial entre dos personas. Por eso, después de la enorme herida que te quedó al terminar aquello, volviste a buscarlo como un vagabundo con síndrome de abstinencia que no se resiste a nada, ni a nadie. El efecto narcotizante de esa sensación eufórica y mágica te invadía hasta el punto de que en todo y en todos volvías a revivir aquella primera aventura amorosa. Pero todo parecía una copia, una simple reminiscencia, como un dejavu de algo que era perfecto pero no pudo ser.

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Hoy puedes decir que recuerdas todo eso con una gran sonrisa. Es mucho mejor así, ¿verdad? Al fin y al cabo siempre es preferible para uno mismo ser lo más egoísta posible y acordarse de lo inmejorable, de lo que sí fue y se convirtió en inolvidable aunque fuera por una sola vez; de lo que llegó a ser y el mimo con el que lo viviste; pero no de lo que podría haber sido y se truncó. Que no quede espacio para lo lastimoso, tampoco para el rencor. Que sobreviva el cariño y no el dolor. Que resten las lágrimas y sumen las risas. Que permanezcan los detalles y desaparezcan los desplantes. Que queden las horas en las rocas frente al mar y se den por terminadas las horas de oscuridad.

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El amor está tan reglamentado como cualquier sustancia que proporcione placer. Aun cuando no dudemos un segundo de que amamos como mejor nos parece, con la libertad de un pájaro o una mariposa, hay un compendio infinito de doctrinas sociales que nos dice qué es el amor y lo que debemos hacer con él, cómo y cuándo. La lista de sugerencias para amar de manera atinada es tan inconmensurable como restrictivo el inventario de sanciones a todo lo que se le opone. La apoteosis del amor –el matrimonio– es, por supuesto, un órgano social sistematizado por el Estado que se moderniza como un farmacéutico benévolo distribuyendo la sustancia adictiva en dosis legales

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Para sacar provecho de nuestro potencial tenemos que encontrarnos los unos con los otros como sujetos en lugar de tratarnos como objetos. Solo la gente “amorosa” es capaz de tratar a los demás como sujetos. Pero, en la actualidad, nuestra cultura favorece a aquellos que usan y manipulan a los demás para lograr sus propósitos. A menos que este tipo de relaciones interpersonales y culturales desarrolladas a lo largo de la historia se supere, no seremos capaces de resolver ninguno de los problemas a los que nos enfrentamos ahora. La lucha por el poder y la dominación es la verdadera causa de todos nuestros problemas.

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Uno de los atributos fundamentales del ser humano, básicos para su felicidad, es la capacidad para dar y recibir amor. Valorar al prójimo, compartir momentos con él y decirle con palabras y gestos “es bueno que existas”, “me importas”, “te quiero”.